Mostrar mensagens com a etiqueta Walter Benjamin. Mostrar todas as mensagens
Mostrar mensagens com a etiqueta Walter Benjamin. Mostrar todas as mensagens

terça-feira, 17 de setembro de 2013

WALTER BENJAMIN / PARA UNA CRÍTICA DE LA VIOLENCIA

La tarea de una crítica de la violencia puede circunscribirse a la descripción de la relación de ésta respecto al derecho y a la justicia. Es que, en lo que concierne a la violencia en su sentido más conciso, sólo se llega a una razón efectiva, siempre y cuando se inscriba dentro de un contexto ético. Y la esfera de este contexto está indicada por los conceptos de derecho y de justicia. En lo que se refiere al primero, no cabe duda de que constituye el medio y el fin de todo orden de derecho. Es más, en principio, la violencia sólo puede encontrarse en el dominio de los medios y no en el de los fines. Estas afirmaciones nos conducen a más y a diferentes perspectivas que las que aparentemente podría pensarse. Porque de ser la violencia un medio, un criterio crítico de ella podría parecernos fácilmente dado. Bastaría considerar si la violencia, en casos precisos, sirve a fines justos o injustos. Por tanto, su crítica estaría implícita en un sistema de las fines justos. Pero no es así. Aun asumiendo que tal sistema está por encima de toda duda, la que contiene no es un criterio propio de la violencia como principio, sino un criterio para los casos de su utilización. La cuestión de si la violencia es en general ética como medio para alcanzar un fin seguiría sin resolverse. Para llegar a una decisión al respecto, es necesario un criterio más fino, una distinción dentro de la esfera de los medios, independientemente de los fines que sirven.
La exclusión de estas interrogaciones críticas más finas, caracteriza, probablemente como distinción más notable, a una gran corriente dentro de la filosofía del derecho: la del derecho natural. Para esta corriente hay tan poco problema en la utilización de la violencia para fines justos, como para toda persona que siente el «derecho» de desplazar su cuerpo hacia una meta deseada. Según está concepción, la misma que sirvió de fondo ideológico al terrorismo de la Revolución Francesa, la violencia es un producto natural, comparable a una materia prima, que no presenta problema alguno, excepto en los casos en que se utiliza para fines injustos. Para que las personas puedan renunciar a la violencia en beneficio del Estado, de acuerdo a la teoría del Estado de derecho natural, hay que asumir (tal como lo hace expresamente Spinoza en su tratado teológico-político) que antes de la conclusión de dicho contrato regido por la razón, el individuo practica libremente toda forma de violencia de facto y también de jure. Quizá estas concepciones fueron aún reforzadas tardíamente por la biología darwiniana. Esta, de manera totalmente dogmática, sólo reconoce, además de la selección artificial, ala violencia, como medio primario y adecuado para todos los fines de la naturaleza. La filosofía popular de Darwin, a menudo dejó constancia del corto paso que separa este dogma de la historia natural con uno más burdo de la filosofía del derecho; por lo que esa violencia, prácticamente sólo adecuada a fines naturales, adquiere por ello también una legitimación legal.
Dicha tesis de derecho natural de la violencia como dato natural dado, es diametralmente opuesta a la posición que respecto a la violencia como dato histórico adquirido asume el derecho positivo. En tanto el derecho natural es capaz de juicios críticos de la violencia en todo derecho establecido, sólo en vista de sus fines, el derecho positivo, por su parte, establece juicios sobre todo derecho en vías de constitución, únicamente a través de la crítica de sus medios. Si la justicia es el criterio de los fines, la legitimidad lo es el de los medios. No obstante, y sin restar nada a su oposición, ambas escuelas comparten un dogma fundamental: fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, y medios legítimos pueden ser empleados para fines justos. El derecho natural aspira «justificar» los medios por la justicia de sus fines; por su parte, el derecho positivo intenta «garantizar» la justicia de los fines a través de la legitimación de los medios. Esta antinomia resultaría insoluble si la premisa dogmática común fuera falsa, es decir, en el caso en que medios legítimos y fines justos estuvieran en irreconciliable contradicción. Pero esto no puede producirse sin antes abandonar esta perspectiva y establecer criterios independientes para fines justos así como para medios legítimos.
Por lo pronto, el ámbito de los fines, y con ello también la cuestión de un criterio de justicia, se disocia de esta investigación. En cambio, se entrará de lleno en la cuestión de la legitimación de ciertos medios que abarcan el ámbito de la violencia. Los principios del derecho natural no sirven aquí para hacer distinciones, sólo conducirían a un casuismo sin fin. Porque, si bien es cierto que el derecho positivo está ciego en materia de incondicionalidad de los fines, el natural lo está igualmente respecto al condicionamiento de los medios. En cambio, la teoría positiva del derecho parece aceptable como fundamento hipotético del punto de salida de la investigación, porque promueve una distinción básica entre las diferentes formas de violencia, independientemente de los casos en que se aplica. Y dicha distinción se centra en la violencia históricamente reconocida, sancionada o no. A pesar de que las siguientes consideraciones derivan de esta distinción, ello no significa que las formas de violencia estén clasificadas de esta manera, según hayan sido o no sancionadas. Porque en el contexto de una crítica de la violencia, el criterio positivo de derecho no llega a concebir su utilización, sino más bien su apreciación. En relación a la violencia, se trata en realidad de deducir las consecuencias de la posible existencia de tal distinción o criterio. En otras palabras, es su sentido lo que interesa. Esta distinción del derecho positivo no tardará en mostrarse significativa, perfectamente fundamentada en sí misma e insustituible A la vez se echará luz sobre aquella única esfera en la que esta distinción tiene validez. Resumiendo: el criterio establecido por el derecho positivo como legitimación de la violencia sólo será susceptible de análisis exclusivamente a partir de su sentido, si la crítica de la esfera de su aplicación se hace a partir de su valor. Por lo tanto, esta crítica permite localizar su punto de mira fuera de la filosofía del derecho positivo, pero también fuera del derecho natural. Ya se verá en qué medida es deducible a partir de una consideración histórico-filosófica del derecho.
Pero el sentido de la distinción entre violencia legítima e ilegítima no se deja aprehender inmediatamente. Sí es preciso rechazar el malentendido causado por el derecho natural, y según el cual todo se reduciría a la distinción entre fines justos e injustos. Es más, se sugirió ya que el derecho positivo exige la identificación del origen histórico de cada forma de violencia que, bajo ciertas condiciones, recibe su legitimación, su sanción. Dado que la máxima evidencia de reconocimiento de las violencias de derecho entraña una sumisión básicamente sin oposición a sus fines, la presencia o ausencia de reconocimiento histórico general de sus fines, sirve como catalogador hipotético de aquéllas. Los fines que carecen de este reconocimiento pueden ser catalogados como naturales, los otros, como fines de derecho. La función diferenciada de la violencia, según sirva fines naturales o de derecho, se deja apreciar con mayor claridad sobre el fondo de condiciones de derecho determinadas de algún tipo. En aras de mayor sencillez, permítase que las siguientes exposiciones se hagan en relación a las condiciones europeas actuales.
Bajo dichas condiciones y en lo que concierne a la persona individual como sujeto de derecho, la tendencia actual es de frustrar fines naturales personales en todos los casos en que para satisfacerlos pueda hacerse uso de la violencia. A saber: este orden legal insiste, en todos los ámbitos en que fines personales puedan satisfacerse mediante la violencia, en establecer fines de derecho que, sólo a su manera, puedan ser consumados usando violencia legal. Este orden legal limita asimismo aquellos ámbitos, como el de la educación, en que los fines naturales gozan, en principio, de gran libertad, al establecer fines de derecho aplicables cada vez que los fines naturales son perseguidos con un exceso de violencia. Esto se pone de manifiesto en las leyes que delimitan las competencias de castigo y penalización. Puede formularse una máxima relativa a la legislación europea actual: Todo fin natural de las personas individuales colisionará necesariamente con fines de derecho, si su satisfacción requiere la utilización, en mayor o menor medida, de la violencia. (La contradicción en que se encuentra el derecho ala defensa propia, debería resolverse por sí sola en las observaciones siguientes.) De esta máxima se deduce que el derecho considera que la violencia en manos de personas individuales constituye un peligro para el orden legal. ¿Se reduce acaso este peligro a lo que pueda abortar los fines de derecho y las ejecutivas de derecho? De ninguna manera. De ser así no se juzgaría la violencia en general sino sólo aquella que se vuelve contra los fines de derecho. Se dirá que un sistema de fines de derecho no logrará sostenerse allí donde fines naturales puedan ser aún perseguidos de forma violenta. Pero eso, planteado así, no es más que un mero dogma. En cambio, podría tal vez considerarse la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho, al monopolizar la violencia de manos de la persona particular no exprese la intención de defender los fines de derecho, sino, mucho más así, al derecho mismo. Es decir, que la violencia, cuando no es aplicada por las correspondientes instancias de derecho, lo pone en peligro, no tanto por los fines que aspira alcanzar, sino por su mera existencia fuera del derecho. Esta presunción encuentra una expresión más drástica en el ejemplo concreto del «gran» criminal que, por más repugnantes que hayan sido sus fines, suscita la secreta admiración del pueblo. No por sus actos, sino sólo por la voluntad de violencia que éstos representan. En este caso irrumpe, amenazadora, esa misma violencia que el derecho actual intenta sustraer del comportamiento del individuo en todos los ámbitos, y que todavía provoca una simpatía subyacente de la multitud en contra del derecho. ¿Cuál es la función que hace de la violencia algo tan amenazador para el derecho, algo tan digno de temor? La respuesta debe buscarse precisamente en aquellos ámbitos en que, a pesar del actual orden legal, su despliegue es aún permitido.
En primer lugar, cabe citar la lucha de clases y su expresión en el derecho de huelga garantizado a los trabajadores. Las organizaciones laborales son en la actualidad, junto al Estado, los únicos sujetos de derecho a quienes se concede un derecho ala violencia. Puede objetarse que la abstención de actuar, el no hacer, implícito en la huelga, no puede de manera alguna caracterizarse como violencia. y no debe olvidarse que, cuando ya no supo evitarlo, esta consideración facilitó la labor de la violencia de Estado para retirar el derecho de huelga. De todas maneras, la violencia atribuida a la huelga no puede evocarse sin más, ya que no es necesariamente tal. Abstenerse de participar en una actividad o en un servicio, lo que equivale a una «ruptura de relaciones», puede ser un medio limpio y desprovisto de toda violencia. Y dado que, desde el punto de vista del Estado o del derecho, el derecho de huelga de los trabajadores no incluye de ninguna manera el derecho a la violencia, sino a sustraerse de ella si es utilizada por la patronal, huelgas ocasionales pueden ocurrir como declaración de «aversión» o «distanciamiento» respecto a la patronal. El momento violento, en forma de chantaje, necesariamente asoma, cuando la reanudación de la actividad interrumpida, desde una posición de principio, se liga a condiciones que nada tienen que ver con la actividad o que significan modificaciones exteriores a ella. En este sentido el derecho de huelga representa, desde la perspectiva del sector laboral enfrentada a la violencia del Estado, un derecho de utilización de la violencia al servicio de ciertos fines. Dicha contradicción de objetivos se manifiesta en toda su agudeza en la huelga general revolucionaria. Los trabajadores se escudarán siempre en su derecho de huelga, mientras que el Estado la considerará un abuso de ese derecho por no haber sido concebido «así», por violar la vigencia de sus disposiciones extraordinarias. El Estado puede alegar que un paro simultáneo de todos los sectores, a pesar de no existir para todos ellos un motivo justificado por las previsiones del legislador, es contrario al derecho. Esta diferencia de interpretación ilustra la contradicción práctica del estado del derecho, y que consiste en que el Estado reconoce una violencia, cuyos fines naturales le son indiferentes, excepción hecha del caso grave de la huelga general revolucionaria a la que se opone vehementemente. No puede, no obstante, pasarse por alto, que bajo ciertas condiciones y aunque parezca paradójico a primera vista, un comportamiento es violento aun cuando resulte del ejercicio de un derecho. Tal comportamiento podrá considerarse violencia activa cuando ejerce un derecho que le compete para derribar el orden legal del cual deriva su fuerza. Pero aun cuando el comportamiento es pasivo, no dejará de ser violento si consistiera en chantaje del tipo tratado más arriba. Cuando, bajo ciertas condiciones, se opone violencia a los huelguistas que ejercen la violencia, asistimos meramente a una contradicción práctica de la situación de derecho, y no a una contradicción lógica del derecho. Es que en el ejercicio de la huelga, la función que el Estado más teme es aquella que esta investigación reconoce como único fundamento crítico seguro de la violencia. Si la violencia no fuera más de lo que aparenta, a saber, un mero medio para asegurar directamente un deseo discrecional, sólo podría satisfacer su fin como violencia pirata. sería totalmente inútil para fundar o modificar circunstancias de modo relativamente consistente. La huelga demuestra, empero, que la violencia es capaz de ello; puede implantar o modificar condiciones de derecho por más que le pese al sentido de la justicia. La objeción de que dicha función de la violencia es coincidental y aislada no se hará esperar. Pero la consideración de la violencia bélica la refutará.
La viabilidad de un derecho de guerra se basa en exactamente las mismas contradicciones prácticas de estado del derecho que en la encontrada en el derecho de huelga. Es decir, resulta de la aprobación, por parte de sujetos de derecho, de una violencia cuyos fines siguen siendo para ellos fines naturales, y que por lo tanto, en casos graves, son susceptibles de entrar en conflicto con sus propios fines de derecho o naturales. En principio, la violencia bélica acomete sus fines, inmediatamente en forma de violencia pirata. Sin embargo, llama poderosamente la atención que aun entre los primitivos ―es más, particularmente entre ellos―, donde apenas si hay indicios de relaciones dignas de Estados de derecho, y aun en esos casos en que el vencedor se ha apropiado de una posición virtualmente irrecuperable, se impone una ceremonia de paz. La palabra «paz», como correlativa de la palabra «guerra», incluye en su significado (distinto al de la «paz eterna» política y literal de Kant) un necesario sancionamiento a priori de cada victoria, independientemente de todas las otras relaciones de derecho. Y esta sanción consiste en que las nuevas circunstancias son reconocidas como nuevo «derecho», se requieran o no garantías de facto para su perpetuación. Si se admite la violencia bélica como origen y modelo de toda violencia que persigue fines naturales, entonces todas estas formas de violencia fundan derecho. Más adelante se volverá a hablar sobre el alcance de lo dicho. Lo anterior explica por qué el derecho moderno tiende, como se ha visto, a no admitir que, por lo menos personas privadas en calidad de sujetos de derecho, practiquen una violencia aunque sólo dirigida a satisfacer fines naturales. Esta violencia se hace manifiesta para el sujeto de derecho en la figura del gran criminal, con la consiguiente amenaza de fundar un nuevo derecho, cosa que para el pueblo, ya pesar de su indefensión en muchas circunstancias cruciales, aún hoy como en épocas inmemoriales, es una eventualidad estremecedora. El Estado teme esta violencia, decididamente por ser fundadora de derecho, por tener que reconocerla como tal, cuando potencias exteriores lo fuerzan a concederles el derecho de hacer la guerra, o cuando las clases sociales lo fuerzan a conceder el derecho ala huelga.
Durante la última guerra, la crítica de la violencia militar significó el comienzo de una crítica apasionada en contra de la violencia en general. Por lo menos una cosa quedó clara: la violencia no se practica ni tolera ingenuamente. Pero esa crítica no sólo se refirió al carácter fundador de derecho de la violencia, sino que su fuerza más demoledora se manifestó en la evaluación de otra función suya. La doble función de la violencia es característica del militarismo, que sólo pudo constituirse como tal, con el advenimiento del servicio militar obligatorio. El militarismo es el impulso de utilizar de forma generalizada la violencia como medio para los fines del Estado. El enjuiciamiento de este impulso fue tan o más vigoroso que el de la utilización genérica de la violencia. Dicho impulso revela una función completamente distinta de la violencia que la mera persecución de fines naturales. Refleja una utilización de la violencia como medio para fines de derecho, ya que la sumisión de los ciudadanos a las leyes ―dado el caso, la obediencia a la ley de servicio militar obligatorio― es un fin de derecho. La primera función de la violencia es fundadora de derecho, y esta última, conservadora de derecho. Considerando que el servicio militar obligatorio es una práctica que, en principio, no se diferencia de modo alguno de la violencia conservadora de derecho, su crítica eficaz es mucho más difícil que lo que se desprende de las declaraciones de pacifistas y activistas. Semejante crítica se inscribe en realidad dentro del ámbito de la crítica de la violencia de derecho en general, es decir, de la violencia legal o ejecutiva. Un programa menos ambicioso no estará a la altura de la tarea. Tampoco puede reducirse, amenos que se abrace un anarquismo infantil, a rechazar todo compromiso de la persona y declarar a cambio, que «lo que apetece es lo permitido». Una máxima tal no hace más que desvincular esta reflexión de lo ético-histórico, de todo sentido de la acción y de todo sentido de la realidad, ya que éstos no pueden constituirse si la «acción» es extraída de su contexto. Todavía más importante es la insuficiencia del imperativo categórico kantiano en lo que respecta a esta crítica por ser un programa mínimo aunque inapelable, a saber: actúa de tal manera que veas, tanto en tu persona como en la de las otras, a la humanidad también como fin y nunca sólo como simple medio1. Es que el derecho positivo, si es consciente de sus propias raíces, exigirá el reconocimiento de la salvaguardia y promoción de los intereses de toda la humanidad en la persona de todo individuo. Ese interés es tenido en cuenta mediante el establecimiento de un orden fatalmente necesario. Pero, aunque éste, en su papel de conservador de derecho, tampoco puede escapar a la crítica, es reducido a la impotencia, cuando se lo sustituye por una simple referencia informal a la «libertad» que no se acompaña de un orden superior capaz de designarla. La impotencia será completa si se elude la discusión de la validez del orden de derecho en su totalidad, para centrarse en aplicaciones o en leyes aisladas, como si éstas fueran las garantes de la fuerza del derecho. Lejos de ser así, dicha garantía radica en la unidad de destino que el derecho propone, lo existente y lo amenazador siendo parte integral de él. y la violencia conservadora de derecho es una de las amenazas, aunque no tenga el sentido de intimidación que le atribuye el teórico liberal mal instruido. En su sentido estricto, la intimidación requiere una determinación que está en contradicción con la esencia de la amenaza y que además no hay ley que posea, porque existe siempre la esperanza de poder escapar a su puesta en práctica. Más bien esta amenaza se manifiesta como el posible destino de caer en manos del criminal. El sentido más profundo de la indeterminación del orden de derecho se hará patente más adelante, cuando se considere la esfera del destino de donde deriva. Una indicación valiosa se encuentra en el ámbito de las penas. Y entre ellas, la más criticada desde la entrada en vigor de las interrogantes del derecho positivo, es la pena de muerte. Y los motivos fueron y siguen siendo tan fundamentales como pobres e imperfectos los argumentos esgrimidos en la mayor parte de los casos. Sus críticos sintieron, quizá sin poder fundamentarlo, probablemente sin querer siquiera sentirlo, que la impugnación de la pena de muerte no se reduce a atacar una medida de castigo o alguna ley aislada, sino que alcanza al derecho en su origen mismo. Si la violencia, una violencia coronada por el destino, es su origen, no será del todo desacertada la presunción, de que esa violencia cumbre sobre la vida y la muerte, al aparecer en el orden de derecho, puede infiltrarse como elemento representativo de su origen en la existente y manifestarse de forma terrible. Con ello, también es cierto que la pena de muerte se aplicaba, en condiciones de derecho primitivas, también a delitos de propiedad, cosa que parece desproporcionada a esas «circunstancias». Pero su sentido no era de penalizar la infracción a la ley, sino de establecer el nuevo derecho. Y es que la utilización de violencia sobre vida y muerte refuerza, más que cualquier otra de sus prácticas, al derecho mismo. A la vez, el sentido más fino deja entrever claramente que ella anuncia algo corrupto en el derecho, por saberse infinitamente distante de las circunstancias en las que el destino se manifestara en su propia majestad. En consecuencia, el entendimiento debe intentar aproximarse a esas circunstancias con la mayor decisión, para consumar la crítica, tanto de la violencia fundadora como de la conservadora. Pero estas dos formas de la violencia se hacen presentes en aún otra institución del Estado, y en una combinación todavía mucho más antinatural que en el caso de la pena de muerte y amalgamadas de forma igualmente monstruosa: esta institución es la policía. Aunque se trata de una violencia para fines de derecho (con derecho a libre disposición), la misma facultad le autoriza a fijarlos (con derecho de mandato ), dentro de amplios límites. Lo ignominioso de esta autoridad consiste en que para ella se levanta la distinción entre derecho fundador y derecho conservador. La razón por la cual tan pocos sean conscientes de ello, radica en que las competencias de la policía rara vez le son suficientes para llevar a cabo sus más groseras operaciones, ciegamente dirigidas en contra de los sectores más vulnerables y juiciosos, y contra quienes el Estado no tiene necesidad alguna de proteger las leyes. Del derecho fundador se pide la acreditación en la victoria, y del derecho conservador que se someta a la limitación de no fijar nuevos fines. A la violencia policial se exime de ambas condiciones. Es fundadora de derecho, porque su cometido característico se centra, no en promulgar leyes, sino en todo edicto que, con pretensión de derecho se deje administrar, y es conservadora de derecho porque se pone a disposición de esos fines. Pero la afirmación de que los fines de la violencia policial son idénticos, o están siquiera relacionados con los restantes fines del derecho, es totalmente falsa. El «derecho» de la policía indica sobre todo el punto en que el Estado, por impotencia o por los contextos inmanentes de cada orden legal, se siente incapaz de garantizar por medio de ese orden, los propios fines empíricos que persigue a todo precio. De ahí que en incontables casos la policía intervenga «en nombre de la seguridad», allí donde no existe una clara situación de derecho, como cuando, sin recurso alguno a fines de derecho, inflige brutales molestias al ciudadano a lo largo de una vida regulada a decreto, o bien solapadamente lo vigila. En contraste con el derecho, que reconoce que la «decisión» tomada en un lugar y un tiempo, se refiere a una categoría metafísica que justifica el recurso crítico, la institución policial, por su parte, no se funda en nada sustancial. Su violencia carece de forma, así como su irrupción inconcebible, generalizada y monstruosa en la vida del Estado civilizado. Las policías son, consideradas aisladamente, todas similares. Sin embargo, no puede dejar de observarse que su espíritu es menos espeluznante cuando representa en la monarquía absoluta a la violencia del mandatario en el que se conjugan la totalidad del poder legislativo y ejecutivo. Pero en las democracias, su existencia no goza de esa relación privilegiada, e ilustra, por tanto, la máxima degeneración de la violencia.
La violencia como medio es siempre, o bien fundadora de derecho o conservadora de derecho. En caso de no reivindicar alguno de estos dos predicados, renuncia a toda validez. De ello se desprende que, en el mejor de los casos, toda violencia empleada como medio participa en la problemática del derecho en general. Y a pesar de que a esta altura de la investigación, su significado : no se deja aún aprehender con certidumbre, lo ya realizado hace aparecer al derecho bajo una luz de ambigüedad ética tal, que la pregunta de si no es posible regular los conflictivos intereses de la humanidad con otros medios que no sean violentos, se impone por sí misma. Pero ante todo, debe precisarse que de un contrato de derecho no se deduce jamás una resolución de conflictos sin recurso alguno a la violencia. En realidad, tal contrato conduce en última instancia, y por más que sus firmantes lo hayan alcanzado haciendo gala de voluntad pacífica, a una violencia posible. Porque el contrato concede a cualquiera de sus partes el derecho de recurrir a algún tipo de violencia en contra de la otra en caso de que sea responsable de infracción a sus disposiciones. Yeso no es todo: el origen de todo contrato, no sólo su posible conclusión, nos remite a la violencia. Aunque su violencia fundadora no tiene por qué estar inmediatamente presente en el momento de su formulación, está representada en él bajo forma del poder que lo garantiza y que es su origen violento, y ello, sin excluir la posibilidad de que ese mismo poder se incluya por su fuerza como parte legal del contrato. Toda institución de derecho se corrompe si desaparece de su consciencia la presencia latente de la violencia. Valgan los parlamentos como ejemplos de ello en nuestros días. Ofrecen el lamentable espectáculo que todos conocemos porque no han sabido conservar la conciencia de las fuerzas revolucionarias a que deben su existencia. Especialmente en Alemania, también la más reciente manifestación de tales violencias transcurrió sin consecuencia para los parlamentos. Carecen del sentido de la violencia fundadora representada en ellos. Por ello no sorprende que no alcancen conclusiones dignas de esa violencia, sino que favorezcan compromisos tendentes a asegurar un presunto tratamiento pacífico de los asuntos políticos. Sin embargo, «por más que censuremos toda forma abierta de violencia, persiste como producto inherente de la mentalidad de la violencia, porque la corriente que impulsa hacia el compromiso no es una motivación interior, sino exterior, está motivada por la corriente contraria. No importa cuán voluntariamente nos hayamos prestado al compromiso; aun así es imposible ignorar su carácter coactivo. El sentimiento básico que acompaña a todo compromiso es: “Mejor hubiera sido de otra manera”»2. Es significativo que la degeneración de los parlamentos apartó probablemente a tantos espíritus del ideal de resolución pacífica de conflictos políticos, como los que la guerra le había aportado. Bolcheviques y sindicalistas se enfrentan a pacifistas. Practicaron una crítica demoledora y en general acertada en contra de los parlamentos actuales. Por más deseable y alentador que sea un parlamento prestigioso, la discusión de medios fundamentalmente pacíficos de acuerdo político, no podrá hacerse a partir del parlamentarismo. La razón es que todos sus logros relativos a asuntos vitales sólo pueden ser alcanzados, considerando tanto sus orígenes como sus resultados, gracias a órdenes de derecho armados de violencia.
Pero, ¿es acaso posible la resolución no violenta de conflictos? Sin duda lo es. Las relaciones entre personas privadas ofrecen abundantes ejemplos de ello. Dondequiera que la cultura del corazón haya hecho accesibles medios limpios de acuerdo, se registra conformidad inviolenta. Y es que a los medios legítimos e ilegítimos de todo tipo, que siempre expresan violencia, puede oponerse los no violentos, los medios limpios. Sus precondiciones subjetivas son cortesía sincera, afinidad, amor a la paz, confianza y todo aquello que en este contexto se deje nombrar. Pero su aparición objetiva es determinada por la ley ( cuyo alcance violento no se discute aquí) para que los medios limpios no signifiquen soluciones inmediatas sino sólo mediatas. Por lo tanto, no se refieren jamás a la resolución de conflictos entre persona y persona, sino sólo a la manera moverse entre las cosas.
En la aproximación más concreta de los conflictos humanos relativos a bienes, se despliega el ámbito de los medios limpios. De ahí que la técnica, en su sentido más amplio, constituye su dominio más propio. Posiblemente, el mejor ejemplo de ello, el de más alcance, sea la conversación como técnica de acuerdo civil. En la conversación, no sólo la conformidad no violenta es posible, sino que el principio de no utilización de la violencia se debe expresamente a una circunstancia significativa: la no penalización de la mentira. Quizá no haya habido en el mundo legislación alguna que desde su origen la penalizara. De ello se desprende que existe, precisamente en la esfera de acuerdo humano pacífico, una legislación inaccesible a la violencia: la esfera del «mutuo entendimiento» o sea, el lenguaje. La violencia de derecho finalmente se infiltró en ella, mucho más tarde y en pleno proceso de degeneración, al imponer castigo al engaño. En un principio, el orden de derecho se contentaba con la confianza, respaldada por su violencia triunfal, de poder vencer a la violencia ilegítima allí donde se manifestase. El engaño o la estafa, exentas de violencia, estaban libres de castigo según el postulado «ius civile vigilantibus scriptum est», o bien «ojo por dinero», tanto en el derecho romano como en el germánico antiguo. Más adelante, empero, el derecho de otros tiempos se sintió sucumbir por confiar en su propia violencia, ya diferencia del anterior, se vio desbordado. Es más, el temor que inspira y la desconfianza en sí mismo, indican la conmoción del derecho. Comienza a proponerse fines con la intención de evitarle mayores sacudidas al derecho conservador. Se vuelve, por tanto, contra el engaño, no por consideraciones morales, sino por temor a las reacciones violentas que pueda provocar entre los engañados. No obstante, dicho temor está en contradicción con la propia naturaleza violenta que desde sus orígenes caracteriza al derecho. Por consiguiente, tales fines ya no concuerdan con los medios legítimos del derecho. En ellos se anuncia, tanto la decadencia de su propia esfera como una reducción de los medios limpios, ya que la prohibición del engaño, restringe el derecho al uso de medios completamente desprovistos de violencia, debido a las reacciones violentas que podrían provocar. Dicha tendencia del derecho contribuyó ala retirada del derecho a la huelga, contrario a los intereses del Estado. El derecho lo sanciona porque intenta evitar acciones violentas a las que teme enfrentarse. Antes de concederlo, los trabajadores recurrían al sabotaje e incendiaban las fábricas. Más acá de todo orden de derecho, existe después de todo, e independientemente de todas las virtudes, un motivo eficaz para alcanzar soluciones pacíficas a los intereses encontrados de las personas. Incluso la mentalidad más dura preferirá muy a menudo medios limpios y no violentos, por temor a desventajas comunes que resultarían de un enfrentamiento de fuerza, sea cual fuere el vencedor. En incontables casos de conflicto de intereses entre personas privadas, habrá clara consciencia de ello. No así cuando la disputa afecta a clases y naciones. Para éstas, ese orden superior que amenaza tanto al vencedor como al vencido, permanece oculto para los sentimientos y opiniones de casi todos. La búsqueda aquí de semejantes órdenes superiores e intereses comunes que se derivan de ellos, y que constituyen el motivo más persistente a favor de una política de los medios limpios, nos llevaría demasiado lejos1. Bastará remitirnos a los medios limpios que priman en el trato pacífico de personas privadas, como análogos de aquéllos utilizables en la política.
En lo que respecta a las largas luchas de clase, la huelga debe, bajo ciertas condiciones, considerarse medio limpio. Habrá que hacer una distinción entre dos tipos esencialmente diferentes de huelga, cuya incidencia ya fuera examinada más arriba. A Sorel le corresponde el mérito de haber sido el primero en reconocerla sobre la base de una reflexión más política que teórica. La distinción que propone es entre huelga general política y huelga general proletaria, y están también enfrentadas en lo que concierne a la violencia. Sobre los partidarios de la primera puede decirse: «La base de sus concepciones es el fortalecimiento de la violencia del Estado; en sus organizaciones actuales los políticos (sc. los moderadamente socialistas) preparan ya la instauración de una potente violencia centralizada y disciplinada que no dará brazo a torcer ante la crítica de la oposición, sabrá imponer el silencio y dictar sus decretos falaces…»4. «La huelga general política… demuestra que el Estado no pierde nada de su fuerza al transferir el poder de privilegiados a privilegiados, cuando la masa productora trueca amos.»5 Ante esta huelga general política (que parece haber sido la fórmula de la fallida revolución alemana), el proletariado se propone como único objetivo, la liquidación de la violencia estatal. «Descarta toda consecuencia ideológica de toda posible política social; incluso las reformas más populares son consideradas burguesas por sus partidarios»6. «Semejante huelga general expresa claramente su indiferencia por los beneficios materiales conquistados, al declarar su voluntad de eliminar al Estado; un Estado que ciertamente fue… la razón de existencia de los grupos dominantes que se beneficiaron de todas las empresas que corrieron a cuenta del público en general…»7. Ahora bien, mientras que la primera de las formas de interrupción del trabajo mencionadas refleja violencia, ya que no hace más que provocar una modificación exterior de las condiciones de trabajo, la segunda, en tanto medio limpio, no es violenta. En efecto, en lugar de plantearse la necesidad de concesiones externas y de algún tipo de modificaciones de las condiciones de trabajo para que éste sea reanudado, expresa la decisión de reanudar un trabajo completamente modificado y no forzado por el Estado. Se trata de una subversión que esta forma de huelga, más que exigir, en realidad consuma. Por consiguiente, si la primera concepción de la huelga es fundadora de derecho, la segunda es anarquista. Sorel se hace eco de ocasionales afirmaciones de Marx cuando reniega de todo tipo de programas, utopías, en una palabra, de fundaciones de derecho, al decir: «Con la huelga general desaparecen todas esas cosas bonitas; la revolución se manifiesta en forma de una revuelta clara y simple. Es un lugar que no está reservado ni para los sociólogos, ni para elegantes aficionados de la reforma social, ni para intelectuales para quienes pensar por el proletariado les sirve de profesión»1. Esta concepción profunda, ética y genuinamente revolucionaria impide que se adscriba a semejante huelga general un carácter violento, so pretexto de sus posibles consecuencias catastróficas. Es cierto que la economía presente, considerada como un todo, se parece más a una bestia suelta que se aprovecha de la inatención del guardián, que a una máquina que se detiene una vez partido el fogonero. Aun así, no debe juzgarse la violencia de una acción según sus fines o consecuencias, sino sólo según la ley de sus medios. Es obvio que la violencia de Estado, sólo preocupada por las consecuencias, va a atribuirle un carácter violento precisamente a este tipo de huelga, en lugar de reconocerlo en el manifiesto comportamiento extorsionador de los paros parciales. Sorel esgrimió argumentos muy ingeniosos para mostrar cómo esta rigurosa concepción de la huelga general, es de por sí la indicada para reducir el despliegue concreto de violencia en un contexto revolucionario. En comparación, la huelga de médicos, tal como se produjo en diversas ciudades alemanas, constituye un caso conspicuo de omisión violenta, carente de ética y de una crudeza superior ala de la huelga general política, emparentada como está con el bloqueo. Esta huelga refleja el empleo más repugnante e inescrupuloso de violencia; una depravación, considerando que se trata de un sector profesional que durante años, sin oponer la menor resistencia, «aseguró su botín a la muerte», para luego, en la primera ocasión propicia, ponerle precio libremente a la vida. Con más claridad que en las recientes luchas de clase, medios de acuerdo no violentos evolucionaron a lo largo de la historia milenaria de los Estados. Sólo ocasionalmente debe intervenir la diplomacia para modificar los órdenes de derecho de tránsito entre ellos. Básicamente, en franca analogía con los acuerdos entre personas privadas, resolvieron sus conflictos pacíficamente, caso a caso y sin contrato, en nombre de sus Estados. Se trata de una tarea delicada que se resuelve de manera más resolutiva recurriendo al arbitraje, pero que significa un método fundamentalmente más elevado que el del arbitraje, por trascender los órdenes de derecho, y por consiguiente, también la violencia. La diplomacia, como asimismo el trato entre personas privadas, desarrolló formas y virtudes que, no por haberse convertido en exteriores, siempre así lo fueron.
No existe forma alguna de violencia prevista por el derecho natural o positivo, que esté desvinculada de la ya mencionada problemática de la violencia de derecho. Dado que toda representación de soluciones imaginables a los objetivos humanos, sin mencionar la redención del círculo de destierro de todas las condiciones de existencia precedentes, es irrealizable en principio, sin recurrir en absoluto a la violencia, es preciso formularse otras formas de violencia que las conocidas por la teoría del derecho. Simultáneamente ha de cuestionarse la veracidad del dogma que esas teorías comparten: Fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados para perseguir fines justos. ¿Qué sucedería, en caso de emplear esa violencia, como forzada por el destino, medios legítimos que de por sí estén en contradicción irreconciliable con fines justos? ¿O bien de concebirse una violencia de otro tipo, que, por ello, no pueda ser ni legítima ni ilegítima para esos fines, que no les sirva de medio para nada sino que guardase otra relación respecto a ellos? Esto echa una luz sobre la curiosa y ante todo desalentadora experiencia de indeterminación propia a todos los problemas de derecho, quizá comparables en su esterilidad a la imposibilidad de decidir de forma concluyente entre «verdadero» y «falso» en lenguajes vivos. Si bien la razón es incapaz de decidir sobre la legitimidad de medios y la justicia de fines, siendo más bien una violencia fatal la que los determina, por encima de ella, lo hace Dios. La extrañeza que puede provocar tal entendimiento se debe a la insistencia tozuda habitual en pensar que los mencionados fines justos son fines de un derecho posible, es decir, no sólo pensables como generalmente valederos (cosa que se desprende analíticamente del atributo de la justicia) sino también como generalizables, cosa que contradice, como puede mostrarse, al citado atributo. y es que fines que son generalmente reconocibles como generalmente valederos en una situación, no lo son para ninguna otra, a pesar de que, por lo demás, exhiban grandísimas similitudes. La experiencia cotidiana ya nos ofrece una función no mediada de la violencia, que cae fuera del tratamiento que de ella se ha hecho hasta ahora. La ira, por ejemplo, conduce a las irrupciones más evidentes de violencia sin ser por ello medio para fin alguno. No es aquí medio sino manifestación. Aun así, esta violencia produce también manifestaciones objetivas que pueden ser objeto de crítica. En primer lugar pueden encontrarse en el mito.
La violencia mítica en su forma original es pura manifestación de los dioses. No es medio para sus fines, apenas si puede considerarse manifestación de sus voluntades. Es ante todo manifestación de su existencia. La leyenda de Níobe es un excelente ejemplo. Podría parecernos que las acciones de Apolo y Artemisa no son más que un castigo. Sin embargo, su violencia más bien establece un nuevo derecho; no es el mero castigo a la transgresión de uno ya existente. La arrogancia de Níobe conjura la fatalidad sobre sí, no tanto por ultrajar al derecho, sino por desafiar al destino a una lucha que éste va a ganar, y cuya victoria necesariamente requiere el seguimiento de un derecho. Las leyendas heroicas, en que el héroe, como por ejemplo Prometeo, desafían con digna bravura al destino, se enfrentan a él con suerte diversa y no son abandonados por la leyenda sin alguna esperanza, demuestran que, en un sentido arcaico, los castigos divinos poco tenían de derecho conservador; por lo contrario, instauraban un nuevo derecho entre los humanos. Precisamente a ese héroe y esa violencia de derecho quiere actualizar el pueblo aún hoy cuando admira a los grandes malhechores. Por tanto, la violencia se abate sobre Níobe desde la insegura y ambigua esfera del destino pero no es en realidad destructiva. A pesar de causar la muerte sangrienta de los hijos de Níobe, respeta la vida de la madre que, por la muerte de sus hijos se hace aún más culpable hasta convertirse en depositaria eterna y muda de esa culpa; señal de la frontera entre humanos y dioses. Pero si se quiere emparentar, o incluso identificar, esta violencia mítica directa con la violencia fundadora de la que ya se hablara, será necesario reconsiderar esta última, ya que al caracterizarla en el contexto de la violencia bélica sólo fue concebida como una violencia de medios. Esta asociación promete echar luz sobre el destino, de todas maneras ligado a la violencia de derecho, y permitir así completar, no más sea a grandes trazos, nuestra crítica. La función de la violencia en el proceso de fundación de derecho es doble. Por una parte, la fundación de derecho tiene como fin ese derecho que, con la violencia como medio, aspira a implantar. No obstante, el derecho, una vez establecido, no renuncia a la violencia. Lejos de ello, sólo entonces se convierte verdaderamente en fundadora de derecho en el sentido más estricto y directo, porque este derecho no será independiente y libre de toda violencia, sino que será, en nombre del poder, un fin íntima y necesariamente ligado a ella. Fundación de derecho equivale a fundación de poder, y es, por ende, un acto de manifestación inmediata de la violencia. Justicia es el principio de toda fundación divina de fines; poder, es el principio de toda fundación mítica de derecho.
De lo anterior deriva una aplicación preñada de consecuencias para el derecho de Estado. A su dominio corresponde el establecimiento de fronteras, tal como se lo propone la «paz» de todas las guerras de las épocas míticas, de por sí el fenómeno originario de toda violencia fundadora por excelencia. En ella se muestra con la mayor claridad, que toda violencia fundadora de derecho viene a garantizar un poder, y no un ansia excesiva de beneficio en forma de posesiones. El establecimiento de fronteras no significa la somera aniquilación del contrincante. Se le conceden derechos, aun en aquellos casos en que el vencedor dispone de una superioridad absoluta de medios violentos. Y, de manera diabólicamente ambigua, se trata de una «igualdad» de derechos: para ambas partes firmantes del contrato, la línea que no debe franquearse es la misma. Aquí asoma con terrible ingenuidad la mítica ambigüedad de las leyes que no deben ser «transgredidas», y de las que hace mención satírica Anatole France cuando dice: la ley prohíbe de igual manera a ricos y pobres el pernoctar bajo puentes. Asimismo, cuando Sorel sugiere que el privilegio ( o derecho prerrogativo) de reyes y poderosos está en el origen de todo derecho, más que una conclusión de índole histórico-cultural valedera, está rozando una verdad metafísica. y mientras exista el derecho, esta verdad perdura mutatis mutandis. Y es que, desde la perspectiva de la violencia que sólo el derecho puede garantizar, no existe igualdad. En el mejor de los casos, hay violencias igualmente grandes. Sin perjuicio de lo dicho, el acto de establecimiento de fronteras es, aun en otro sentido, significativo para la noción de derecho. Por lo menos en lo que respecta a los tiempos primitivos, las leyes y fronteras circunscritas no están escritas. Las personas pueden transgredirlas en su ignorancia y condenarse por ello a la expiación. En efecto, la agresión al derecho, ejemplificada por la transgresión a una ley no escrita y desconocida implica, a diferencia del castigo, la expiación. y por desgraciado que pueda parecer su impacto sobre . , el desprevenido, su irrupción no es, vista desde el derecho, producto del azar, sino acto del destino que de nuevo se manifiesta en su programada ambigüedad. Hermann Cohen, en una observación casual sobre la idea antigua del destino, ya la había descrito como «una noción que se hace inevitable», y cuyos «propios ordenamientos son los que parecen provocar y dar lugar a esa extralimitación, a esa caída»9.El moderno principio, según el cual la ignorancia de la ley no exime de castigo, es un testimonio continuado de ese sentido del derecho, así como indicador de que la batalla librada por las entidades colectivas antiguas a favor de un derecho escrito, debe entenderse como una rebelión contra el espíritu de las prescripciones míticas.
Lejos de fundar una esfera más limpia, la manifestación mítica de la violencia inmediata se muestra profundamente idéntica a toda violencia de derecho, y la intuición de su común problemática se convierte en certeza de la descomposición de su función histórica, por lo que se hace preciso eliminarla. Tal tarea replantea, en última instancia, la cuestión de una violencia inmediata pura, capaz de paralizar a la violencia mítica. De la misma forma en que Dios y mito se enfrentan en todos los ámbitos, se opone también la violencia divina ala mítica; son siempre contrarias. En tanto que la violencia mítica es fundadora de derecho, la divina es destructora de derecho. Si la primera establece fronteras, la segunda arrasa con ellas; si la mítica es culpabilizadora y expiatoria, la divina es redentora; cuando aquélla amenaza, ésta golpea, si aquélla es sangrienta, esta otra es letal aunque incruenta. Como ejemplo de la violencia del tribunal divino, se pasa de la leyenda de Níobe ala banda de Koraj. Aquí alcanza esta violencia a privilegiados, levitas, y los alcanza sin anuncio previo, sin que medie amenaza; golpea y no se detiene ante la aniquilación. Pero no deja de percibirse que esta violencia es en sí misma redentora, ni oculta la profunda relación entre su carácter incruento y esa cualidad redentora. y es que la sangre es símbolo de mera vida. La resolución de la violencia mítica se remite, y no podemos aquí describirlo de forma más exacta, a la culpabilización de la mera vida natural que pone al inocente e infeliz viviente en manos de la expiación para purgar esa culpa, y que a la vez, redime al culpable, no de una culpa, sino del derecho. Es que la dominación del derecho sobre el ser viviente no trasciende la mera vida. La violencia mítica es violencia sangrienta sobre aquélla, en su propio nombre, mientras que la pura violencia divina lo es sobre todo lo viviente y por amor a lo vivo. Aquélla exige sacrificios, ésta los acepta.
Dicha violencia divina no sólo se manifiesta en las revelaciones religiosas, sino mucho más, en por lo menos una expresión sacralizada de la vida cotidiana. Una de sus manifestaciones fuera del derecho, es lo que se tiene por violencia educadora en su forma más consumada. Estas manifestaciones no se definen por haberlas practicado Dios mismo directamente en forma de milagros, sino por esos momentos de consumación incruenta, contundente y redentora, ya fin de cuentas, por la ausencia de toda fundación de derecho. En este sentido se justifica también la consideración de esta violencia como exterminadora, aunque lo sea sólo de forma relativa, es decir, dirigida a bienes, derecho, vida y lo que se asocia con ellos; jamás absoluta respecto al alma de los seres vivientes. Tal extensión de la violencia pura o divina sin duda provocará, particularmente en nuestros días, los más encarnizados ataques. Se le saldrá al paso con la indicación de que de ella también se deduce la autorización condicional de la violencia letal de los seres humanos utilizada por unos contra otros. Esto no debe admitirse porque a la pregunta de si puedo matar surge como respuesta el mandamiento inamovible: «No matarás». Este mandamiento se eleva por delante del acto como si Dios «se interpusiera» para impedir su consumación. Sin embargo, en tanto que no es el temor al castigo lo que sostiene su cumplimiento, el mandamiento deviene inaplicable e inconmensurable ante el hecho consumado. Por ello no puede emitir juicio sobre éste. Es decir que, de antemano, es imposible prever el juicio divino o su razón respecto a dicho acto. Yerran por lo tanto, aquellos que fundamentan la condena de toda muerte violenta de un hombre a manos de otro a partir del mandamiento. Este no representa un criterio para alcanzar un veredicto, sino una pauta de comportamiento para la persona o comunidad activa que debe confrontarlo en su intimidad, y que en casos tremendos tiene que asumir la responsabilidad de sustraerse a su mandato. Así lo entendió también el judaísmo al oponerse expresamente a la condena del homicidio producto de una legítima defensa. Pero los pensadores recién mencionados se remiten a un teorema más remoto, mediante el cual puede que crean ser incluso capaces de fundamentar el mandamiento en cuestión. Se refieren al postulado que concibe la vida como algo sagrado, tanto si la extendemos a todo lo animal y vegetal como si la reducimos a lo exclusivamente humano. El argumento que esgrimen, aplicado al caso extremo de la muerte del tirano a manos de la revolución, es el siguiente: «si no mato, ya no me será dado jamás erigir el reino universal de la justicia… así piensa el terrorista espiritual… Nosotros, sin embargo, declaramos que más elevada que la felicidad y justicia de una existencia… es la existencia en sí10». Esta última afirmación es ciertamente tan falsa, casi innoble, reveladora de la necesidad de buscar la razón del mandamiento en su incidencia sobre Dios y el autor del hecho, en vez de buscarla en lo que el hecho hace al asesinado. Falsa y vil es, en efecto, dicha afirmación de que la existencia es más elevada que la existencia justa, si por existencia no se entiende más que la mera vida, y no cabe duda que ese es el sentido que le confiere su autor. No obstante, alude a la vez a una vigorosa verdad, si existencia, o mejor dicho, vida, son palabras cuya ambigüedad, comparable ala de la palabra «paz», por referirse ambas respectivamente a dos esferas, se resuelve en el significado de «hombre», un estado agregado e inamovible. Es decir, siempre y cuando la afirmación quiera decir que el no-ser del hombre es más terrible que el necesariamente prosaico no-ser-aún del hombre justo. Precisamente a dicho doble sentido debe la frase su verosimilitud. Es que lo humano no es para nada idéntico a la mera vida del hombre; ni a la mera vida que posee, ni a cualquier otro de sus estados o cualidades, y ni siquiera ala unicidad de su persona corporal. Por más sagrado que sea el ser humano (o igualmente esa vida que contiene en sí: la vida terrenal, muerte y posteridad), no lo son sus condiciones o su vida corporal que sus semejantes convierten en tan precaria. De no ser así, ¿qué lo distinguiría esencialmente de animales y plantas? y de considerar sagrados también a éstos, no podrían aspirar ala mera vida, no podrían estar contenidos en ella. Probablemente no valga la pena investigar el origen del dogma de la sacralidad de la vida. Posiblemente sea algo muy reciente; una última confusión de la debilitada tradición occidental, por querer recuperar al santo que ha perdido en la inescrutabilidad cosmológica. (La antigüedad de todos tos mandamientos religiosos que prohíben dar muerte no demuestran nada, por haber servido como fundamento a nociones diferentes a aquellas en que se basa el teorema moderno al respecto.) Finalmente, es preciso comprender que lo que aquí pasa por sagrado, era, desde la perspectiva del viejo pensamiento mítico, aquello sobre lo cual se deposita la marca de la culpabilidad, y que no es otra cosa que la mera vida.
La crítica de la violencia es la filosofía de su propia historia. Es «filosofía» de dicha historia porque ya la idea que constituye su punto de partida hace posible una postura crítica, diferenciadora y decisiva respecto a sus datos cronológicos. Una visión que se reduzca a considerar lo más inmediato, a lo sumo intuirá el ir y venir dialéctico de la violencia en forma de violencia fundadora de derecho o conservadora de derecho. Esta ley de oscilación se basa en que, a la larga, toda violencia conservadora de derecho indirectamente debilita a la fundadora de derecho en ella misma representada, al reprimir violencias opuestas hostiles. Algunos de estos síntomas fueron tratados en el curso de la presente discusión. Esta situación perdura hasta que nuevas expresiones de violencia o las anteriormente reprimidas, llegan a! predominar sobre la violencia fundadora hasta entonces establecida, y fundan un nuevo derecho sobre sus ruinas. Sobre la ruptura de este ciclo hechizado por las formas de derecho míticas, sobre la disolución del derecho y las violencias que subordina y está ala vez subordinado, y en última instancia encarnadas en la violencia de Estado, se fundamenta una nueva era histórica. De resultar cierto que el señorío del mito se resquebraja desde una perspectiva actual, entonces, la mencionada novedad no es tanto una inconcebible huida hacia adelante como para que un rechazo del derecho signifique inmediatamente su autoanulación. Pero si la violencia llega a tener, más allá del derecho, un lugar asegurado como forma limpia e inmediata, se deduce, independientemente de la forma y posibilidad de la violencia revolucionaria, a qué nombre debe atribuirse la más elevada manifestación de la violencia a cargo del hombre. Para el ser humano no es ya posible sino urgente decidir cuándo se trata efectivamente de violencia limpia en cada caso particular. Es que sólo la violencia mítica, no la divina, deja entreverse como tal con certeza, aunque sea en efectos no cotejables entre sí, porque la fuerza redentora de la violencia no está al alcance de los humanos. De nuevo están a disposición de la violencia divina todas las formas eternas que el mito mancillara con el derecho. Podrá manifestarse en la verdadera guerra de la misma manera en que se manifestará a la masa de criminales en el juicio divino. Desechable es, empero, toda violencia mítica, la fundadora de derecho, la arbitraria. Desechable también es la conservadora de derecho, esa violencia administrada que le sirve. La violencia divina, insignia y sello, jamás medio de ejecución sagrada, podría llamarse, la reinante.



* «Zur Kritik der Gewalt», Archiv fûr Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, Heft, 3, agosto de 1921. Traducido por Roberto J. Blatt Winstein, en: Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otro ensayos. Iluminaciones IV, Taurus, 1998.
1 Esta famosa exigencia induce a la duda de si no contiene demasiado poco, si también está permitido servir a o servirnos de nosotros mismos o de otros bajo alguna circunstancia imaginable. Esta duda está asistida por muy buenos motivos.
2 Erich Unger, Politik und Metaphysik. (Die Theorie. Versuche zu philosophischer Politik I. Veröffentlichung.), Berlín 1921, pág. 8.
3 No obstante, véase Unger, op. cit., págs. 18 y sigs.
4 George Sore1, Réflexions sur la violence, 5.a ed., París, 1919, pág. 250.
5 Op. cit., pág. 265. 6 Idem., pág. 195. 7 Idem., pág. 249.
6 Idem., pág. 195.
7 Idem., pág. 249.
8 Idem., pág. 200.
9 Hermann Coben, Ethik des reinen Willens, 2a. ed. rev., Berlín- 1907, pág. 362.
10 Kurt Hiller, «Anti-Kain. Ein Nachwort», en Das Ziel. Jahrbücher für geistige Politik, edit. por Kurt Hiller. Vol. 3, Munich, 1919, pág. 25.

WALTER BENJAMIN / SOBRE EL LENGUAJE EN GENERAL Y SOBRE EL LENGUAJE DE LOS HUMANOS

Toda expresión de la vida espiritual del hombre puede concebirse como una especie de lenguaje, y este enfoque provoca nuevos interrogantes sobre todo, como corresponde a un método veraz. Puede hablarse de un lenguaje de la música y de la plástica; de un lenguaje de la justicia, que nada tiene que ver. inmediatamente, con esos en que se formulan sentencias de derecho en alemán o inglés; de un lenguaje de la técnica que no es la lengua profesional de los técnicos. En este contexto, el lenguaje significa un principio dedicado a la comunicación de contenidos espirituales relativos a los objetos respectivamente tratados: la técnica, el arte, la justicia o la religión. En una palabra, cada comunicación de contenidos espirituales es lenguaje, y la comunicación por medio de la palabra es sólo un caso particular del lenguaje humano, de su fundamento o de aquello que sobre él se funda, como ser la justicia o la poesía. Pero el ser del lenguaje no sólo se extiende sobre todos los ámbitos de la expresión espiritual del hombre, de alguna manera siempre inmanente en el lenguaje, sino que se extiende sobre todo. No existe evento o cosa, tanto en la naturaleza viva como en la inanimada, que no tenga, de alguna forma, participación en el lenguaje, ya que está en la naturaleza de todas ellas comunicar su contenido espiritual. Así usada, la palabra «lenguaje» no es de modo alguno una metáfora. Resulta un entendimiento lleno de contenido el no poder imaginarse que la entidad espiritual del lenguaje no se comunique en la expresión; el mayor o menor grado de consciencia a que está aparentemente (o verdaderamente) ligada esa comunicación no afecta en nada el hecho de que no podamos imaginarnos una total ausencia de lenguaje en cosa alguna. Una manifestación del ser completamente desvinculada del lenguaje es una idea, pero tal idea no llega a fructificar ni en el dominio de las ideas, cuyo contorno designa la idea de Dios.
Lo único cierto es que toda expresión contenida en esta terminología cuenta como lenguaje, siempre y cuando se trate de una comunicación de contenido espiritual. Empero, la expresión. de acuerdo al sentido más íntimo y completo de su naturaleza, sólo puede entenderse como lenguaje. Por otra parte, cada vez que queramos comprender una entidad lingüística habrá que preguntarse, a cuál entidad espiritual sirve de expresión inmediata. Esto significa que, por ejemplo, la lengua alemana no es de modo alguno la expresión de todo aquello que nosotros somos presuntamente capaces de expresar por medio de ella, sino que es la expresión inmediata de aquello que se comunica por su intermedio. Este «se» reflexivo es una entidad espiritual. Por lo pronto, resulta obvio que la entidad espiritual que se comunica en el lenguaje no es el lenguaje mismo sino algo distinto de él. La posición, asumida como hipótesis, según la cual la entidad espiritual constituye un objeto en su lenguaje, revela al gran abismo que amenaza a las teorías del lenguaje1. Se trata, precisamente, de lograr mantenerse suspendidos sobre él. La distinción entre entidad espiritual y la lingüística en que se comunica, es lo más fundamental de una investigación teórica del lenguaje. Y esta distinción parece tan indudable que, en comparación, la identidad tan frecuentemente formulada entre ambas entidades, constituye una paradoja profunda e inconcebible, expresada en el doble sentido de la palabra «Logos». No obstante, esta paradoja sigue ocupando el puesto de solución en el centro de la teoría del lenguaje, aunque no deja de ser una paradoja y por ello tan irresoluble como al principio.
¿Qué comunica el lenguaje? Comunica su correspondiente entidad o naturaleza espiritual. Es fundamental entender que dicha entidad espiritual se comunica en el lenguaje y no por medio del lenguaje. No hay, por tanto, un portavoz del lenguaje, es decir, alguien que se exprese por su intermedio. La entidad espiritual se comunica en un lenguaje y no a través de él. Esto indica que no es. desde afuera, lo mismo que la entidad lingüística. La entidad espiritual es idéntica a la lingüística sólo en la medida de su comunicabilidad; lo comunicable de la entidad espiritual es su entidad lingüística. Por lo tanto, el lenguaje comunica la entidad respectivamente lingüística de las cosas, mientras que su entidad espiritual sólo trasluce cuando está directamente resuelta en el ámbito lingüístico, cuando es comunicable.
El lenguaje transmite la entidad lingüística de las cosas, y la más clara manifestación de ello es el lenguaje mismo. La respuesta a la pregunta: ¿qué comunica el lenguaje?, sería: cada lenguaje se comunica a sí mismo. Por ejemplo, el lenguaje de esta lámpara no comunica esta lámpara (la entidad espiritual de la lámpara, en la medida en que es comunicable, no es de modo alguno la lámpara), sino la lámpara lingüística, la lámpara de la comunicación. la lámpara en la expresión. El comportamiento del lenguaje nos lleva a concluir que la entidad lingüística de las cosas es su lenguaje. El entendimiento promovido por la teoría lingüística, depende de su capacidad de esclarecer la proposición anterior de modo que borre todo vestigio de tautología. Esta sentencia no es tautológica pues significa que aquello que en la entidad espiritual es comunicable es un lenguaje. Todo se basa en este «ser» o «ser inmediato». Lo comunicable de una entidad espiritual no es lo que más claramente se manifiesta en su lenguaje, sino que lo comunicable es, inmediatamente, el lenguaje mismo. O bien, el lenguaje de una entidad espiritual es inmediatamente aquello que de él puede comunicarse. Lo comunicable de una entidad espiritual, en el lenguaje se comunica. Esto reafirma que cada lenguaje se comunica a sí mismo. Y para ser más precisos: cada lenguaje se comunica a si mismo en sí mismo; es. en el sentido más estricto, el «médium» de la comunicación. Lo medial refleja la inmediatez de toda comunicación espiritual y constituye el problema de base de la teoría del lenguaje. Si esta inmediatez nos parece mágica, el problema fundacional del lenguaje seria entonces su magia. La palabra magia nos refiere, en lo que respecta al lenguaje, a otra, a saber, la infinitud. Está condicionada por la inmediatez. En efecto, dado que nada se comunica por medio del lenguaje, resulta imposible limitarlo o medirlo desde afuera. Por ello cada lenguaje alberga en su interior a su infinitud inconmensurable y única. El borde está marcado por su entidad lingüística y no por sus contenidos verbales.
Aplicada a los seres humanos, la frase que afirma que la entidad lingüística de las cosas es su lenguaje, se transforma en «la entidad lingüística de los hombres es su lenguaje». Y esto significa que el ser humano comunica su propia entidad espiritual en su lenguaje. Pero el lenguaje de los humanos habla en palabras. Por lo tanto el hombre comunica su propia entidad espiritual, en la medida en que es comunicable, al nombrar a las otras cosas. Pero, ¿no conocemos acaso otros lenguajes que nombran cosas? Sería incierto afirmar que no existen otros lenguajes fuera del humano. Pero igualmente seguro es que no conocemos otros lenguajes nombradores como lo es el de los hombres. Inútil sería identificar el lenguaje nombrador con el concepto general de lenguaje; la teoría del lenguaje perdería así a sus más profundas intuiciones. En consecuencia, la naturaleza lingüística de los hombres radica en su nombrar de las cosas.
¿Para qué nombradas? ¿A quién se dirige lo que el hombre comunica? —¿Es acaso esta comunicación del ser humano diferente a otras comunicaciones, lenguajes? ¿A quién se dirigen la lámpara, la montaña o el zorro? La respuesta reza: a los hombres. Y no se trata de antropomorfismo. La verdad de esta respuesta se demuestra en el entendimiento y quizá también en el arte. Además, de no comunicarse la lámpara, montaña o el zorro con el hombre, ¿cómo podría éste nombrarlos? Pero él los nombra, se comunica a sí mismo al nombrarlos a ellos. ¿A quién dirige su comunicación?
Antes de dar respuesta a esta pregunta vale la pena volver a comprobar cómo se comunica el hombre. Hay que establecer una profunda distinción, una alternativa, ante la cual, la opinión esencialmente falsa respecto al lenguaje quedará al descubierto. ¿Comunica acaso el hombre su naturaleza espiritual por medio de los nombres que da a las cosas? ¿O lo hace en ellas? La respuesta reside en la paradójica formulación de la pregunta. El que crea que el hombre comunica su naturaleza espiritual por medio de los nombres, estará impedido de asumir que es, efectivamente, su entidad espiritual lo que comunica, ya que esto no ocurre por medio de los nombres de las cosas, de las palabras. Por medio de las palabras señala a las cosas. A lo sumo, podrá asumir que comunica algo a otros hombres, pues eso es lo que la palabra facilita, la palabra con que señalo una cosa. He aquí el enfoque burgués del lenguaje y cuyo insostenible vacío se irá aclarando a continuación. Dice: la palabra es el medio de la comunicación, su objeto es la cosa, su destinatario, el hombre. Contrariamente, la posición que planteáramos anteriormente no sabe de medio, objeto o depositario de la comunicación. Enuncia que en el nombre, la entidad espiritual de los hombres comunica a Dios a si misma.
En el dominio del lenguaje, el nombre tiene el sentido único y la significación incomparable de constituir de por sí el ser más profundo del lenguaje. El nombre es aquellopor medio de lo cual ya nada se comunica, mientras que en él, el lenguaje se comunica absolutamente a sí mismo. En el nombre está la naturaleza espiritual que se comunica: el lenguaje. Donde la entidad espiritual en su comunicación es el propio lenguaje en su absoluta totalidad» solamente allí existe el nombre, allí sólo el nombre existe. El nombre, como patrimonio del lenguaje humano, asegura entonces que el lenguaje es la entidad espiritual por excelencia del hombre. Sólo por ello la entidad espiritual de los hombres es la única íntegramente comunicable de entre todas las formas espirituales de ser. Esto fundamenta asimismo, la distinción entre el lenguaje humano y el de las cosas. Dado que la entidad espiritual del hombre es el lenguaje mismo, no puede comunicarse a través de éste sino sóloen él. El nombre es la esencia de esa intensiva totalidad del lenguaje en tanto entidad espiritual del hombre. El hombre es el nombrador. en eso reconocemos que desde él habla el lenguaje puro. Toda naturaleza, en la medida en que se comunica, se comunica en el lenguaje y por ende, en última instancia, en el hombre. Por ello es el señor de la naturaleza y puede nombrar a las cosas. Sólo merced a la entidad lingüística de las cosas accede desde sí mismo al conocimiento de ellas, en el nombre. La creación divina se completa con la asignación de nombres a las cosas por parte del hombre y de cuyos nombres sólo el lenguaje habla. El nombre puede ser considerado el lenguaje del lenguaje, siempre y cuando el genitivo no indique una relación de medio instrumental sino una de médium. En este sentido, el hombre es el portavoz del lenguaje, el único, porque habla en el nombre. Muchas lenguas comparten este reconocimiento metafísico del hombre como hablador o vocero; en la Biblia, por ejemplo, aparece como «el que da nombres»: «tal como el hombre nombrare a toda suerte de animales, así se llamarán».
El nombre no sólo es la proclamación última, es además la llamada propia del lenguaje. Es así que en el nombre aparece la ley del ser del lenguaje, según la cual resulta igual hablarse a si mismo como dirigirse con el habla a todo lo demás. El lenguaje, y en él una entidad espiritual, sólo se expresa puramente cuando habla en el nombre, es decir, en el nombramiento universal. De esta manera, la totalidad intensiva del lenguaje como entidad espiritual absolutamente comunicable, y la totalidad extensiva del lenguaje como entidad comunicativa (nombradora), llegan a su culminación. El lenguaje en su entidad comunicativa es imperfecto desde el punto de vista de su universalidad, cuando la entidad espiritual que habla desde él no es lingüística, es decir, comunicable, en la totalidad de su estructura. Sólo el hombre posee el lenguaje perfecto en universalidad e intensidad.
En base a este entendimiento, una nueva pregunta de superlativa importancia metafísica se hace posible sin riesgo de confusión, pero que a estas alturas y en aras de una mayor claridad, puede ser planteada en términos metodológicos. Se trata de si, desde la perspectiva del lenguaje, la entidad espiritual debe o no ser considerada lingüística, y no sólo la del ser humano para lo cual es necesario que así sea, sino también la de las cosas. Si la entidad espiritual y la lingüística fuesen idénticas, entonces la cosa sería médium de la comunicación según su entidad espiritual, y lo que en ella se comunicaría, en conformidad con la relación establecida por el médium, sería precisamente este médium, el lenguaje mismo. El lenguaje seria entonces la entidad espiritual de las cosas. De antemano se establecería la comunicabilidad de la entidad espiritual; más bien se ubicaría a ésta en la comunicabilidad. La tesis resultante sería que la entidad lingüística de las cosas es idéntica a su entidad espiritual, con tal que esta última sea completamente comunicable. Pero dicho «con tal que», convierte al enunciado en una tautología. El lenguaje carece de contenido: en tanto comunicación, el lenguaje comunica una entidad espiritual, es decir, una comunicabilidad por antonomasia. Las diferencias entre lenguajes son diferencias entre medios distintos en densidad, y por lo tanto, distintos en graduación. Entiéndase lo antedicho en el doble sentido de la densidad del comunicante (nombrador) y del comunicado (nombre) en la comunicación. Ambas esferas, que sólo en el lenguaje de nombres del hombre se distinguen claramente y aun así están unificadas, se corresponden permanentemente.
Respecto a la metafísica del lenguaje, la identificación de la entidad espiritual con la lingüística que sólo conoce diferencias de graduación, trae aparejada un escalonamiento graduado de toda forma de ser espiritual. Este escalonamiento, que tiene lugar en lo mismísima interioridad de la entidad espiritual, no se deja ya concebir desde ninguna categoría superior. Cosa que induce, como harto sabían ya los pensadores escolásticos, al escalonamiento de todas las entidades espirituales y lingüísticas según grados de existencia o de ser. Sin embargo, la equiparación de la entidad espiritual y la lingüística tiene tanto alcance metafísico en el contexto de la teoría del lenguaje, porque conduce al concepto que siempre vuelve a erigirse, como por designio propio, en centro de la teoría del lenguaje, acordando su intima relación con la filosofía de la religión. Y dicho concepto es el de revelación. En toda forma lingüística reina el conflicto entre lo pronunciado y pronunciable con lo no pronunciado e impronunciable. Al considerar esta oposición adscribimos a lo impronunciable la entidad espiritual última. Pero nos consta que, al equiparar la entidad espiritual con la lingüística, la mencionada relación de inversa proporcionalidad entre ellas es puesta en discusión. Es que aquí la tesis enuncia que cuanto más profundo, es decir, cuanto más existente y real es el espíritu, tanto más pronunciable y pronunciado resultará, como se deduce del sentido de la equiparación, la relación entre espíritu y lenguaje, hasta ser unívoca. De este modo, lo más lingüísticamente existente, la expresión más perdurable, la más cargada y definitivamente lingüístico, en suma, lo más pronunciable constituye lo puramente espiritual. Eso es precisamente lo que indica el concepto de revelación, cuando asume la intangibilidad de la palabra, como condición única y suficiente de la caracterización de la divinidad de la entidad espiritual manifiesta en aquélla. El más elevado dominio espiritual de la religión, en el sentido de la revelación, es por añadidura también el único que no sabe de impronunciabilidad ya que es abordado por el nombre y se pronuncia como revelación. Pero aquí se anuncia que sólo en el hombre y su lenguaje reside la más elevada entidad espiritual, como la presente en la religión, mientras que todo arte, incluida la poesía, se basa, no en el concepto fundamental y definitivo del espíritu lingüístico, sino en el espíritu lingüístico de las cosas, aunque éste aparezca en su más consumada belleza. «El lenguaje, madre de razón yrevelación, su Alfa y su Omega», dice Hamann.
El lenguaje mismo no llega a pronunciarse completamente en las cosas. Y esta frase tiene un doble sentido según se trate del significado transmitido o sensible: los lenguajes de las cosas son imperfectos y mudos además. A las cosas les esta vedado el principio puro de la forma lingüística, el sonido o voz fonética. Sólo pueden intercomunicarse a través de una comunidad más o menos material. Dicha comunidad es tan inmediata e infinita como toda otra comunicación lingüística y es mágica pues también existe la magia de la materia. Lo incomparable del lenguaje humano radica en la inmaterialidad y pureza espiritual de su comunidad con las cojas, y cuyo símbolo es la voz fonética. La Biblia expresa este hecho simbólico cuando afirma que Dios insufló el aliento en el hombre; este soplo significa vida, espíritu y lenguaje.
Si a continuación consideramos la naturaleza del lenguaje en base al primer capítulo de Génesis, no significa que estemos abocados a la interpretación de la Biblia o que la tomemos por revelación objetiva de la verdad como fundamento de nuestra reflexión. Se trata de recoger lo que el texto bíblico de por sí revela respecto a la naturaleza del lenguaje. Por lo pronto, la Biblia es en este sentido irremplazable, porque sus exposiciones se ajustan en principio al lenguaje asumido como realidad inexplicable y mística, sólo analizable en su posterior despliegue. Puesto que la Biblia se considera a sí misma revelación, debe necesariamente desarrollar los hechos lingüísticos fundamentales. La segunda versión de la historia de la Creación, que relata la insuflación del aliento, también cuenta que el hombre fue hecho de barro. En toda la historia de la Creación, ésta es la única ocasión en la cual se habla de un material empleado por el Creador para hacer cristalizar su voluntad; en todos los demás casos ésta es directamente creadora. En esta segunda versión de la Creación la formación del hombre no se produce por medio de la palabra —Dios habló y ocurrió—, sino que a este hombre no nacido de la palabra se le otorga el don del lenguaje, y es así elevado por encima de la naturaleza.
Esta singular revolución del acto de creación referido a los hombres, no es menos evidente en la primera versión de la historia de la Creación. En un contexto totalmente diferente, pero con la misma precisión, se asegura ahí la relación entre hombre y lenguaje surgida del acto de creación. El ritmo plural del acta de creación del primer capítulo hace no obstante entrever una especie de forma básica, de la que exclusivamente el acto de creación del hombre se aparta significativamente. Aquí no se encuentran referencias expresas al material de formación de hombre o naturaleza, a pesar de que las palabras «él hizo» permiten pensar en una producción material, por lo que nos abstendremos de juzgar. Pero la rítmica del proceso de creación de la naturaleza según Génesis I, es: Se hizo —Él hizo (creó)— Él nombró. En algunas entradas del acta (1,3; 1,14) sólo aparece «Se hizo». En el «Se hizo» y «Él nombró» al comienzo y fin del acta, se hace patente la profunda y clara referencia del acto de creación al lenguaje. Mediante la omnipotencia formadora del lenguaje, se implanta, y al final se encama a la vez, lo hecho en el lenguaje que lo nombra. El lenguaje es, por lo tanto, hacedor y culminador: es palabra y nombre. En Dios el nombre es creador por ser palabra, y la Palabra de Dios es conocedora porque es nombre. «Y vio que era bueno», lo entendió en el nombre. Sólo en Dios se da la relación absoluta entre nombre y entendimiento; sólo allí está el nombre, por ser íntimamente idéntico a la palabra hacedora, médium puro del entendimiento. Significa que Dios hizo cognoscibles a las cosas en sus nombres. Por su parte, el hombre las ha nombrado medidas del conocimiento.
El triple compás de la creación de la naturaleza deja paso a un orden totalmente distinto cuando se trata de la creación del hombre. Ahora el lenguaje tiene otro acento, y aunque la trinidad del acto se conserva, esto contribuirá aún más a marcar el distanciamiento entre ambas estructuras paralelas. La referencia es al triple «Él creó» en el verso 1,27. Dios no croó al hombre de la palabra ni lo nombró. No quiso hacerlo subalterno al lenguaje sino que, por el contrario, le legó ese mismo lenguaje que le sirviera como médium de la Creación a Él, libremente de sí mismo. Dios descansó cuando hubo confiado al hombre su mismidad creativa. Esta actualidad creativa, una vez resuelta la divina, se hizo conocimiento. El hombre es conocedor en el mismo lenguaje en el que Dios es creador. Dios lo formó a su imagen*: hizo al conocedor a la imagen del hacedor. De ahí que el lenguaje sea la entidad espiritual del hombre. Su entidad espiritual es el lenguaje empleado en la Creación. En la palabra se hizo la Creación y, por tanto, la palabra es la entidad lingüística de Dios. Todo lenguaje humano es mero reflejo de la palabra en el nombre. Y el nombre se acerca tan poco a la palabra como el conocimiento a la Creación. La infinitud de todo lenguaje humano es incapaz de desbordar su entidad limitada y analítica, en comparación con la absoluta libertad e infinitud creadora de la palabra de Dios.
El nombre humano es la imagen más profunda de la palabra divina y a la vez el punto en que el lenguaje humano accede al más íntimo componente de infinitud divina de la mera palalna. El nombre humano es el punto en que la palabra y el conocimiento chocan con la imposibilidad de ser infinitos. La teoría del nombre propio es igualmente la teoría de la frontera entre el lenguaje finito e infinito. De todos los seres, el humano es el único que nombra a sus semejantes al ser el único que no fuera nombrado por Dios. Puede que parezca extraño, pero no resulta imposible citar en este contexto la segunda parte del verso 2,20: que el hombre nombró a todos los seres, «pero no se le encontró una compañera, que estuviese con él». Y en efecto, apenas hallada su pareja, Adán la nombra: «hembra» en el segundo capitulo y «Heva» (o «Hava») en el tercero. Con la atribución del nombre consagran los padres al niño a Dios. Desde un punto de vista metafísico y no etimológico, el nombre dado carece de toda referencia cognitiva, como lo demuestra el hecho de que también nombra al niño recién nacido. Rigurosamente hablando, el sentido etimológico del nombre no tiene por qué corresponderse con el apelado, ya que el nombre propio es palabra de Dios en voz humana. Con el nombre propio se le anuncia a cada hombre su creación divina y en este sentido él mismo es creador, tal como la sabiduría mitológica lo afirma frecuentemente al igualar el nombre del hombre con su destino. El nombre propio es la comunidad del hombre con la palabra creativa de Dios. (Aunque no es la única; el hombre conoce otra comunidad lingüística con Dios). Por medio de la palabra el hombre está ligado al lenguaje de las cosas. Consecuentemente, se hace ya imposible alegar, de acuerdo con el enfoque burgués del lenguaje, que la palabra está sólo coincidentalmente relacionada con la cosa: que es signo, de alguna manera convenido, de las cosas o de su conocimiento. El lenguaje no ofrece jamásmeros signos. Mas no menos errónea es la refutación de la tesis burguesa por parte de la teoría mística del lenguaje. Según esta última, la palabra es la entidad misma de la cosa. Ello es incorrecto porque la cosa no contiene en sí a la palabra: de la palabra de Dios fue creada y es conocida por su nombre de acuerdo con la palabra humana. Pero dicho conocimiento de la cosa no es una creación espontánea. No ocurre del lenguaje absolutamente libre e infinito sino que resulta del nombre que el hombre da a la cosa, así como ésta se le comunica. La palabra de Dios no conserva su creatividad en el nombre. Se hizo en parte receptora, aunque receptora de lenguaje. Tal recepción está dirigida hacia el lenguaje de las cosas, desde las cuales no obstante trasluce la muda magia de la naturaleza de la palabra de Dios.
El lenguaje cuenta con su propia palabra, tanto para la recepción como para la espontaneidad, únicamente ligadas en el ámbito excepcional del lenguaje, y esa palabra sirve también para captar lo innombrado en el nombre. Se trata de la traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres. Es preciso fundamentar el concepto de traducción en el estrato más profundo de la teoría del lenguaje, porque es de demasiado e imponente alcance como para ser tratado a posteriori, tal como se lo concibe habitualmente. Alcanza su plena significación con la comprensión de que cada lenguaje superior, con la excepción de la palabra de Dios, puede ser concebido como traducción de los demás. La traductibilidad de los lenguajes está asegurada por el enfoque antes mencionado según el cual los lenguajes están relacionados por ser medios de diferenciada densidad. La traducción es la transferencia de un lenguaje a otro a través de una continuidad de transformaciones. La traducción entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas o ámbitos de semejanza.
La traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres no sólo es la traducción de lo mudo a lo vocal; es la traducción de lo innombrable al nombre. Por lo tanto, se trata de la traducción de un lenguaje imperfecto a uno más perfecto en que se agrega algo: el conocimiento. Sin embargo, la objetividad de esta traducción tiene su garantía en Dios. Es que Dios hizo las cosas, y la palabra hacedora en ellas es el embrión del nombre conocedor, al haber nombrado Dios a cada cosa, una vez hecha. No obstante, este nombramiento es manifiestamente sólo la expresión identificadora de la palabra hacedora y del nombre conocedor en Dios, no la solución predestinada de esta tarea de nombrar las cosas que Dios deja expresamente al hombre. El hombre resuelve este cometido cuando recoge el lenguaje mudo e innombrado de las cosas y lo traduce al nombre vocal. Mas la tarea resultaría imposible de no estar, tanto el lenguaje de nombres del hombre y el innombrado de las cosas, emparentados en Dios, surgidos ambos de la misma palabra hacedora; en las cosas, comunicando a la materia en una comunidad mágica y en el hombre, constituyendo el lenguaje del conocimiento y del nombre en el espíritu bienaventurado. Hamann dice: «Todo aquello que el hombre en el comienzo oyera o viera con sus ojos ... o palpara con sus manos fue ... palabra viva; porque Dios era la palabra. Con esta palabra en la boca y en el corazón, el surgimiento del lenguaje fue tan natural, tan cercano y ligero como un juego de niños...» En el poema «El primer despertar de Adán y primera noche bienaventurada» del pintor Müller, Dios llama a los hombres a la tarea de poner nombres con las siguientes palabras: «¡Hombre de la tierra, aproxímate, perfecciónate con la mirada, perfecciónate merced a la palabra!» Esta asociación de observación y nombramiento implica la comunicación interior de la mudez de las cosas y animales en el lenguaje de los hombres tal como la recoge el nombre. En el mismo pasaje de la poesía, el conocimiento habla desde el poeta: sólo la palabra con la que fueron hechas las cosas, permite al hombre el nombramiento de ellas, por comunicarse los variados aunque mudos lenguajes de los animales, en la imagen: Dios les concede un signo a los animales según orden, con el que acceden al nombramiento realizado por el hombre. Así, de forma casi sublime, la comunidad lingüística de la creación muda con Dios esta dada en la imagen del signo.
La pluralidad de lenguajes humanos se explica por la inconmensurable inferioridad de la palabra nombradora en comparación con la palabra de Dios, a pesar de estar aquélla, a su vez, infinitamente por encima de la palabra muda del ser de las cosas. El lenguaje de las cosas sólo puede insertarse en el lenguaje del conocimiento y del nombre gracias a la traducción. Habrá tantas traducciones como lenguajes, por haber caído el hombre del estado paradisíaco en el que sólo se conocía un único lenguaje. (Según la Biblia, esta consecuencia de la expulsión del paraíso se hace sentir más tarde.) El lenguaje paradisíaco de los hombres debió haber sido perfectamente conocedor; si, posteriormente, todo conocimiento de la pluralidad del lenguaje se diferencia de nuevo infinitamente, entonces, y en un plano inferior, tuvo que diferenciarse con más razón, en tanto creación en el nombre. La figura del Árbol del Conocimiento tampoco disimula el carácter perfectamente conocedor del lenguaje del paraíso. Sus manzanas ofrecían el conocimiento de lo bueno y de lo malo. Pero Dios, al séptimo día, ya había conocido en las palabras de la creación. Y vio que era muy bueno. El conocimiento con que la serpiente tienta, el saber qué es bueno y qué malo, carece de nombre. Es nulo en el sentido más profundo de la palabra, y por ende, ese saber es lo único malo que conoce el estado paradisiaco. El saber de lo bueno y lo malo abandona al nombre; es un conocimiento desde afuera, una imitación no creativa de la palabra hacedora. Con este conocimiento el nombre sale de sí mismo: el pecado original es la hora de nacimiento de la palabra humana, en cuyo seno el nombre ya no habita indemne. Del lenguaje de nombres, el conocedor, podemos decir que su propia magia inmanente salió de él para ser, expresa y literalmente, mágica desde afuera. Se espera que la palabra comunique algo (fuera de si misma). Éste es el verdadero pecado original del espíritu lingüístico. La palabra como comunicante exterior, esto es simultáneamente una parodia de lo expresamente inmediato, la divina palabra creadora, bajo guisa de lo expresamente mediato y además la decadencia del espíritu lingüístico bienaventurado, el adánico, que se yergue entre ambos. De hecho, se mantiene entre la palabra que, como promete la serpiente, conoce lo bueno y lo malo, y la palabra exteriormente comunicante que, básicamente, es la identidad. El conocimiento de las cosas radica en el nombre. Por su parte, el conocimiento de lo bueno y lo malo es una charlatanería, en el sentido profundo en que lo usa Kierkegaard; sólo conoce purificación y elevación y ante las cuales se hizo también comparecer al charlatán, al pecador, es decir, comparecer ante el tribunal. Para la palabra sentenciadora el conocimiento de lo bueno y lo malo es inmediato. Posee una magia distinta de la del nombre pero es muy magia. Es esta palabra sentenciadora la que expulsa a los primeros hombres del paraíso, habiéndolo provocado ellos mismos. de acuerdo con una ley eterna según la cual la conjuración de ella misma es la única y más profunda culpa que prevé y castiga. Con el pecado original, y dada la mancillación de la pureza eterna del nombre, se elevó la mayor rigurosidad de la palabra sentenciadora: el juicio. El pecado original tiene una triple significación respecto al entramado esencial del lenguaje, al margen de su significación habitual. Dado que el ser humano se extrae de la pureza del lenguaje del nombre, lo transforma en un medio; de hecho en un conocimiento que no le es adecuado, y que, por consiguiente, convierte parcialmente al lenguaje en mero signo. Más tarde, esto se plasma en la mayoría de las lenguas. La segunda significación indica que del pecado original surge, como restitución por la inmediatez mancillada del nombre, una nueva magia del juicio que ya no reside, bienaventurada, en sí misma. Como tercera significación puede aventurarse la suposición de que asimismo el origen de la abstracción no sea más que una facultad del espíritu del lenguaje, resultante del pecado original. Lo bueno y lo malo permanecen innombrables, sin nombre fuera del lenguaje del nombre, por el abandono de éste por parte del hombre, abandono implícito en la interrogación misma que los origina. Desde la perspectiva del lenguaje establecido, el nombre sólo ofrece el fundamento en el que echan raíces sus elementos concretos. Quizá esté permitido sugerir que los elementos lingüísticos abstractos echan a su vez raíz, en palabras sentenciadoras, en el juicio. La inmediatez (la raíz lingüística) de la comunicabilidad de la abstracción está dada en el juicio sentenciador. Dicha inmediatez de la comunicación de la abstracción se erige en sentenciadora, ya que el hombre, con el pecado original, abandona la inmediatez de la comunicación de lo concreto, a saber, el nombre, para caer en el abismo de la mediatez de toda comunicación, la palabra como medio, la palabra vana, el abismo de la charlatanería. Repítase que charlatanería fue preguntarse sobre lo bueno y lo malo en el mundo surgido de la Creación. El árbol del conocimiento no estaba en el jardín de Dios para aclarar sobre lo bueno y lo malo, ya que eso podía habérnoslo ofrecido Dios, sino como indicación de la sentencia aplicable al interrogador. Esta ironía colosal señala el origen mítico del derecho.
Después del pecado original que, por la mediatización del lenguaje fue la base de su pluralidad, se estalla a un solo paso de la confusión lingüística. Una vez mancillada la pureza del nombre por parte del hombre; sólo faltaba que se consumara la retirada de la mirada sobre las cosas, en cuyo seno ingresan sus lenguajes en el del hombre, para robarle a este último la base común de su ya sacudido lenguaje espiritual. Los signos no tienen más remedio que confundirse cuando las cosas se embrollan. Para someter al lenguaje librado a la charlatanería, la consecuencia prácticamente ineludible es el sometimiento de las cosas a la bufonería. El proyecto de construcción de la Torre de Babel y la consiguiente confusión de lenguas, derivó del abandono de las cosas, implícito en el mencionado sometimiento.
La vida de los hombres en el espíritu puro del lenguaje era bienaventurada. Pero la naturaleza es muda. En el segundo capítulo del Génesis estaba claro que la mudez nombrada por los hombres se trocó ya en una buenaventura de grado inferior. Müller, el pintor, hace decir a Adán, acerca de los animales que lo abandonan luego de nombrarlos: «Y en toda nobleza, vi cómo se apartaban precipitadamente de mi lado, por haberles dado un nombre el hombre.» Después del pecado original, empero, la concepción de la naturaleza se transforma profundamente con la palabra de Dios que maldice al campo. Comienza así esa otra mudez que entendemos como la tristeza profunda de la naturaleza. Es una verdad metafísica que, con la adjudicación del lenguaje, comenzaron los lamentos de toda naturaleza. (La expresión «adjudicación de lenguaje» es aquí más fuerte que «hacer que pueda hablar».) Esta frase tiene un doble sentido. Significa primero que ella misma se lamentaría por el lenguaje. La carencia del habla: ésta es la gran pena de la naturaleza (y por querer redimirla está la vida y el lenguaje de los hombres en la naturaleza, y no sólo el del poeta, como suele asumirse). En segundo lugar, la frase dice: se lamentaría. Pero el lamento es la expresión más indiferenciada e impotente del lenguaje: casi no contiene más que un hálito sensible. Allí donde susurren las plantas sonará un lamento. La naturaleza se entristece por su mudez. No obstante, la inversión de la frase nos conduce a mayores profundidades de la entidad de la naturaleza: la tristeza de la naturaleza la hace enmudecer. En todo duelo o tristeza, la máxima inclinación es a enmudecer, y esto es mucho más que una mera incapacidad o falta de motivación para comunicar. Es que lo afligido se siente tan íntimamente conocido por lo no conocible. El ser nombrado conserva quizá la huella de la aflicción, aun cuando el nombrador es un bienaventurado, a Dios semejante. Tanto más cierto cuando se es nombrado, no por un lenguaje paradisíaco y bienaventurado del nombre, sino por los centenares de lenguajes humanos, en los cuales el nombre se ha marchitado y que, aun así, conoce las cosas según la palabra de Dios. De no ser en Dios, las cosas carecen de nombre propio. Con su palabra creadora Dios las llamó por su nombre propio. Pero en el lenguaje humano están innombradas. En la relación de los lenguajes humanos con las cosas se interpone algo: esa super-denominación que se aproxima al «apodo»: apodo como fundamento lingüístico más profundo, desde el punto de vista de la cosa, de toda aflicción y enmudecimiento. Y el apodo como entidad lingüística del afligido sugiere aún otra relación notable del lenguaje: la super-determinación que rige trágicamente la relación entre los lenguajes del ser hablante.
Existe un lenguaje de la plástica, de la pintura, de la poesía. Así como el lenguaje de la poesía se funde, aunque no sólo ella, en el lenguaje de nombres del hombre, es también muy concebible que el lenguaje de la plástica o de la pintura se funde con ciertas formas del lenguaje de las cosas; que en ellas se traduzca un lenguaje de las cosas en una esfera infinitamente más elevada, o bien quizá la misma esfera. Aquí se trata de lenguajes sin nombre y sin acústica: lenguajes del material, por lo que lo referido es la comunicación de la comunidad material de las cosas.
La comunicación de las cosas es además de una comunidad tal que concibe al mundo como totalidad individida.
Para acceder al conocimiento de las formas artísticas, basta intentar concebirlas como lenguajes y buscar su relación con los lenguajes de la naturaleza. Un ejemplo que nos es cercano por pertenecer a la esfera de lo acústico, es el parentesco entre el canto y el lenguaje de los pájaros. Por otra parte, no es menos cierto que el lenguaje del arte es sólo comprensible, en sus alusiones más profundas, por la enseñanza de los signos. Sin ella, toda filosofía del lenguaje es fragmentaría porque la relación entre lenguaje y signo es primaria y fundamental, la del lenguaje humano y la escritura siendo sólo un caso muy particular.
Ésta es la ocasión de señalar otro contraste que impera en la totalidad del ámbito del lenguaje, y que mantiene estrechas aunque complejas conexiones con lo dicho anteriormente sobre lenguaje y signo en el sentido más estricto. Lenguaje no sólo significa comunicación de lo comunicable, sino que constituye a la vez el símbolo de lo incomunicable. El aspecto simbólico del lenguaje tiene que ver con su relación con el signo aunque se extiende también, de cierta manera, sobre nombre y juicio. Muy probablemente, éstos tienen asimismo una función simbólica íntimamente ligada a ellos y que aquí no fue señalada, por lo menos expresamente.
Así pues, tras estas observaciones nos queda un concepto depurado, aunque todavía incompleto, del lenguaje. El lenguaje de una entidad es el médium en que se comunica su entidad espiritual. La corriente continua de tal comunicación huye por toda la naturaleza, desde la más baja forma de existencia hasta el ser humano. y del ser humano hasta Dios. Por el nombre que adjudica a la naturaleza y a sus semejantes (en el nombre propio), el ser humano comunica a Dios a sí mismo. A la naturaleza la nombra de acuerdo a la comunicación que de ella capta: es que toda la naturaleza está atravesada por un lenguaje mudo, también residuo de la palabra creadora divina conservada en vilo, asi como en el hombre es nombre conocedor, y sobre el hombre es juicio.
El lenguaje de la naturaleza puede compararse a una solución secreta que cada puesto transmite en su propio lenguaje al puesto próximo; el contenido de la solución siendo el propio lenguaje del puesto. Cada lenguaje relativamente más elevado es una traducción del inferior, hasta que la palabra de Dios se despliega en la última claridad, la unidad de este movimiento lingüístico.



Über Sprache überhaupt und über die Sprache des Menschen, el manuscrito original es de 1916. Este ensayo se publicó póstumamente. La traducción es de Eduardo Subirats y publicada en Iluminaciones IV de editorial Taurus.
1 ¿No será acaso, la tentación de fijar la hipótesis desde un comienzo, la responsable del abismo que se cierne sobre todo filosofar?
* «Zelem», sombra, silueta. Descripción espiritual y no visual. Frente a «Dmut», imagen representativa. De ahí que la imagen humana está prohibida en el Judaísmo, no por ser sagrada sino por ser falsa, reductora de la semejanza espiritual. [N. del T.]