En la pornografía, la utopía de una sociedad sin clases se presenta a través de la exageración caricaturesca de los rasgos que distinguen a esas clases y de su transfiguración en la relación sexual. En ningún otro contexto, ni siquiera en las máscaras de carnaval, se insiste con tanta obstinación en los signos de clase del vestuario, en el propio momento en que la situación lleva a su transgresión y anulación, de la forma más absurda. Las gorras y los delantales de las camareras, el overol del trabajador, los guantes blancos y los chalecos del mayordomo, e incluso, más recientemente, los vestidos y las mascarillas de las enfermeras, celebran su apoteosis en el instante en que, extendidos como amuletos extraños sobre cuerpos desnudos inextricablemente entrelazados, parecen anunciar, con un toque estridente de trompeta, ese último día en que tienen que presentarse como signos de una comunidad aún no anunciada.
Sólo en el mundo antiguo se encuentra una cosa semejante a esto, en la representación de las relaciones amorosas entre dioses y hombres, que constituyen una fuente inagotable de inspiración para el arte clásico en su ocaso. En la unión sexual con un dios, el mortal, abrumado y feliz, cancelaba de un golpe la infinita distancia que lo separaba de lo celestial; pero, al mismo tiempo, esa distancia se reproducía, aunque invertida, en las metamorfosis animales de la divinidad. El dulce hocico del toro que secuestra a Europa, el pico sagaz del cisne inclinado sobre el rostro de Leda, son signos de una promiscuidad tan íntima y heroica que resulta, por lo menos durante algún tiempo, insoportable.
Si buscamos el contenido de verdad de la pornografía, inmediatamente nos coloca frente a los ojos su ingenua e insípida pretensión de felicidad. La característica esencial de esta felicidad ha de ser exigida en cualquier momento y en cualquier ocasión: cualquiera que sea la situación inicial, tiene que terminar inevitablemente en una relación sexual. Una película pornográfica en la que, por cualquier percance, esto no acontezca, sería quizá una obra maestra, pero no sería ya una película pornográfica. El striptease es, en este sentido, el modelo de toda intriga pornográfica: al inicio tenemos siempre y sin excepción personas vestidas, en una situación determinada, y el único espacio restante para lo inesperado resguarda el modo en que, al final, tienen que encontrarse ahora sin ropa. (En esto, la pornografía recupera el gesto riguroso de la gran literatura clásica: no puede haber espacio para las sorpresas, y el talento consiste en variaciones imperceptibles sobre un mismo tema mítico). Y con esto es revelada también la segunda característica esencial de la pornografía: la felicidad que exhibe es siempre anecdótica, es siempre historia y ocasión aprovechadas, pero nunca condición natural, nunca algo ya dado: el naturismo, que simplemente remueve la ropa, siempre ha sido el adversario más agresivo de la pornografía; y del mismo modo que una película pornográfica sin acontecimiento sexual no tendría sentido, también difícilmente se podría calificar de pornográfica la exhibición pura e inmóvil de la sexualidad natural del hombre.
Mostrar el potencial de la felicidad presente en la más insignificante situación cotidiana y en cualquier forma de sociabilidad humana: ésta es la eterna razón política de la pornografía. Sin embargo, su contenido de verdad, que la coloca en las antípodas de los cuerpos desnudos que llenan el arte monumental del fin de siècle, es que la pornografía no eleva lo cotidiano al nivel del cielo eterno del placer, sino que exhibe el irremediable carácter episódico de todo placer, la íntima digresión de todo universal. Por ello, sólo en la representación del placer femenino, que se expresa únicamente en la cara, la pornografía agota su intención.
¿Qué dirían los personajes de la película pornográfica que estamos viendo si pudieran, a su vez, ser espectadores de nuestra vida? Nuestros sueños no pueden vernos — y ésta es la tragedia de la utopía. La confusión entre personaje y lector —buena regla de toda lectura— debería funcionar aquí también. Resulta, sin embargo, que lo importante no es tanto aprender a vivir nuestros sueños, sino que ellos aprendan a leer nuestra vida.
“Será evidente entonces que el mundo ha estado soñando por mucho tiempo con la posesión de una cosa de la cual, para poseerla realmente, debe poseer la consciencia.” Ciertamente — pero, ¿cómo se poseen los sueños, dónde es que están guardados? Porque aquí no se trata, naturalmente, de realizar alguna cosa — nada es más aburrido que un hombre que ha realizado sus propios sueños: éste es el insípido celo socialdemocrático de la pornografía. Pero tampoco se trata de guardar en cámaras de alabastro, intocables y coronadas de rosas y jazmín, ideales que, al devenir cosas, se romperían: éste es el secreto cinismo del soñador.
Bazlen decía: lo que hemos soñado es algo que ya tuvimos. Hace tanto tiempo que no lo recordamos. No en un pasado, entonces — ya no poseemos los registros. Los sueños y los deseos incumplidos de la humanidad son más bien los miembros pacientes de la resurrección, siempre en acto para despertar en el último día. Y no duermen encerrados en preciosos mausoleos, sino que están clavados, como astros vivientes, en el cielo remotísimo del lenguaje, del que apenas conseguimos descifrar sus constelaciones. Y esto —al menos esto— no lo hemos soñado. Ser capaz de atrapar las estrellas que como lágrimas caen del firmamento jamás soñado de la humanidad — ésta es la tarea del comunismo.
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